Solo en
el patio, observa las rejas oxidadas y las paredes envejecidas. Recuerda los
tiempos en que los niños jugaban a su alrededor, sus rizas, sus cantos, sus
carreras en tropel cuando sonaban las campanillas del heladero. Siente que fue
ayer cuando los pequeños se balanceaban en el improvisado columpio, armado con
un mecate y un viejo caucho. Añora profundamente las noches en que los pequeños se recostaban con
sus padres en la grama a mirar las estrellas. Todo aquello parece haber quedado
en el pasado, una vez que todos crecieron y partieron en diferente dirección.
Al
principio de quedarse solo se entretenía mirando en el cielo los dibujos de las
nubes. Le gustaba creer que los hacían para él. Al amanecer, al igual que al
atardecer, su deleite era observar el Avila a lo lejos, siempre como una
amorosa madre, con sus cumbres vigilantes e imponentes. Ahora, desde que los
edificios crecieron, ya ni la montaña lo logra consolar y hasta por la lluvia
se siente ignorar. Las estrellas las cree más opacas y se le hacen las noches
más largas en ese lugar. Solo de vez en cuando la luna llena llega y lo logra animar.
Un día
no soporto más la desidia de su soledad y en un acto de rebeldía decidió
desnudarse, quedando completamente expuesto ante los demás. Pensaba en su
interior, que al menos el viento y el sol repararían en él.
Después
de un tiempo pareció haber logrado su objetivo, cuando los transeúntes se
detenían a admirar su desnudes, aún a su avanzada edad era impresionante
hermoso, imponente, soberbio. Y en las noches de luna llena llegaba a ser
especialmente un espectáculo para sus vecinos, que no lo dejaban de mirar.
Algunos incluso lo fotografiaban admirados, para enseñar luego las fotografías
a sus amigos con suma admiración. Otros sin embargo lo observaban con tristeza,
miraban el estado al que había llegado y se preguntaban si lograría sobrevivir.
Los más pesimistas ya lo daban por muerto y esperaban verlo caer en cualquier
momento.
Así
pasaron meses, hasta que en días cercanos al mes de Mayo, algo ocurrió. Poco a
poco pequeñas hojas le volvieron a nacer.
Entonces él, empecinado como era,
insistió en no dejarlas vivir sobre él. Comenzó a soplar con fuerza
sobre sus ramas, mientras, las hojas se desprendían despavoridas en precipitosa
caída al suelo. Ninguna lograba entender tanta resistencia nada natural.
Así
pasaron algunos días. Las hojas caían cual papelillo en carnaval, formando una
alfombra natural sobre el piso, pero también sobre los carros estacionados, sin
dar tiempo ni siquiera a terminar de barrer. Parecía que la lluvia de hojas no
dejaría de caer, mientras él, orgulloso, no paraba de soplar sobre sus ramas.
Pero un
día se dio por vencido y no pudo soplar más. Eran los primeros días de Mayo,
sus hojas dejaron de caer, ya ni las primeras lluvias las pudieron arrancar de
sus ramas y entonces las gotas de agua atrapadas en sus hojas comenzaron a
jugar. Algunas se deslizaban en tobogán, otras se quedaban inmóviles, les
encantaba dejarse atravesar por los rayos del sol y las más atrevidas
provocaban al viento para que este las hiciera caer en vuelo al suelo. Otras
jugaban a ser sus espejuelos y el se entretenía al ver cada uno de los
reflejos.
Ahora
se ha decidido a pelear con el sol, que se empeña en llevarse a sus amigas a
evaporar. Sabe que esa batalla la tiene perdida, que al sol no le puede ganar.
Así que ha cambiado su terquedad por paciencia, mientras espera con ansias ver
la lluvia de nuevo caer.
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