domingo, 5 de mayo de 2013

Calle Bogotá


No recuerdo haber disfrutado tanto de pasar por una calle en las mañanas como por la calle Bogota, mucho menos de camino a la Oficina. Nada comparable a hace un año en la antigua Oficina, con su lucha libre para bajar del tren y después el aprisionamiento para subir la escalera y salir de la estación. Luego el encuentro con la mezcla de buhoneros y caminantes apurados para no llegar tarde, entre ellos más de un ladrón colado buscando lo que no le pertenece. Como complemento, los malos olores de la calle y la vistosa suciedad de esta, causa todos ellos de la menor emoción posible al día. Eso era lo que se podía ver y oler en el sector.  Solo las escapadas al casco histórico de la zona podían resultar en un oasis un día cualquiera.


Nada comparable sin duda con lo que disfruto hoy. Los olores regados de alguna planta de la época  grama recién cortada, algunas ramas recién podadas aromatizando la basura. El perro moviendo su cola y el anciano podando la parra mientras su mujer lo observa. Cerrando la esquina el preludio a la realidad, una pared cubierta de hiedra que no deja ver más allá.


En el siguiente paso el comienzo de un día más, de ocho horas transcurriendo entre cuatro paredes, entre ruidos de Oficina y las ganas de escapar.

Gregorio


Solo en el patio, observa las rejas oxidadas y las paredes envejecidas. Recuerda los tiempos en que los niños jugaban a su alrededor, sus rizas, sus cantos, sus carreras en tropel cuando sonaban las campanillas del heladero. Siente que fue ayer cuando los pequeños se balanceaban en el improvisado columpio, armado con un mecate y un viejo caucho. Añora profundamente las noches en que los pequeños se recostaban con sus padres en la grama a mirar las estrellas. Todo aquello parece haber quedado en el pasado, una vez que todos crecieron y partieron en diferente dirección.

Al principio de quedarse solo se entretenía mirando en el cielo los dibujos de las nubes. Le gustaba creer que los hacían para él. Al amanecer, al igual que al atardecer, su deleite era observar el Avila a lo lejos, siempre como una amorosa madre, con sus cumbres vigilantes e imponentes. Ahora, desde que los edificios crecieron, ya ni la montaña lo logra consolar y hasta por la lluvia se siente ignorar. Las estrellas las cree más opacas y se le hacen las noches más largas en ese lugar. Solo de vez en cuando la luna llena llega y lo logra animar.

Un día no soporto más la desidia de su soledad y en un acto de rebeldía decidió desnudarse, quedando completamente expuesto ante los demás. Pensaba en su interior, que al menos el viento y el sol repararían en él.

Después de un tiempo pareció haber logrado su objetivo, cuando los transeúntes se detenían a admirar su desnudes, aún a su avanzada edad era impresionante hermoso, imponente, soberbio. Y en las noches de luna llena llegaba a ser especialmente un espectáculo para sus vecinos, que no lo dejaban de mirar. Algunos incluso lo fotografiaban admirados, para enseñar luego las fotografías a sus amigos con suma admiración. Otros sin embargo lo observaban con tristeza, miraban el estado al que había llegado y se preguntaban si lograría sobrevivir. Los más pesimistas ya lo daban por muerto y esperaban verlo caer en cualquier momento.

Así pasaron meses, hasta que en días cercanos al mes de Mayo, algo ocurrió. Poco a poco pequeñas hojas le volvieron a nacer.  Entonces él, empecinado como era,  insistió en no dejarlas vivir sobre él. Comenzó a soplar con fuerza sobre sus ramas, mientras, las hojas se desprendían despavoridas en precipitosa caída al suelo. Ninguna lograba entender tanta resistencia nada natural.

Así pasaron algunos días. Las hojas caían cual papelillo en carnaval, formando una alfombra natural sobre el piso, pero también sobre los carros estacionados, sin dar tiempo ni siquiera a terminar de barrer. Parecía que la lluvia de hojas no dejaría de caer, mientras él, orgulloso, no paraba de soplar sobre sus ramas.

Pero un día se dio por vencido y no pudo soplar más. Eran los primeros días de Mayo, sus hojas dejaron de caer, ya ni las primeras lluvias las pudieron arrancar de sus ramas y entonces las gotas de agua atrapadas en sus hojas comenzaron a jugar. Algunas se deslizaban en tobogán,  otras se quedaban inmóviles, les encantaba dejarse atravesar por los rayos del sol y las más atrevidas provocaban al viento para que este las hiciera caer en vuelo al suelo. Otras jugaban a ser sus espejuelos y el se entretenía al ver cada uno de los reflejos.

Ahora se ha decidido a pelear con el sol, que se empeña en llevarse a sus amigas a evaporar. Sabe que esa batalla la tiene perdida, que al sol no le puede ganar. Así que ha cambiado su terquedad por paciencia, mientras espera con ansias ver la lluvia de nuevo caer.