martes, 8 de enero de 2019

Pablo

Pablo hace la señal de costumbre dando las gracias a su Dios por la primera limosna del día, mientras camina hacia su hija que lo espera apoyada en el semáforo, sujetando un envase con agua en sus manos. Él muchas veces dijo que antes de pedir dinero en la calle, haría cualquier cosa, menos robar.

No hay justificación para que las personas pidan dinero en la calle, en el subterraneo, en los Restaurantes, para que asedien a otros en su desdicha o dicha por unas pocas monedas. No es posible que se aprovechen de las minusvalías propias o de las ajenas con tal propósito. Cómo pueden ser tan bajos en arrastrar a sus propios hijos en su miseria. Esos y otros tantos pensamientos le venían a Pablo cada vez que observaba a alguien pidiendo dinero, más aún si se acercaban a él a pedirle. Eran sus momentos de Juez absoluto, donde pensaba no existía justificación alguna, más que la mediocridad humana. Algunas veces esos pensamientos se acompañaban de tristeza, al ver la condición de la persona, en otros momentos el choque de sentimientos era tal, que lograban deprimirlo por unos minutos, pero no más, si ya no vez algo, simplemente tratas de no pensar en ello, creyendo que así el sentimiento huira más rápido, aunque por un instante hayas sentido rabia, impotencia y dolor. 

Tal vez los casos en que más se sentía sin escape era cuando viajaba en el subterraneo, a dónde podía caminar para no presenciar el “espectáculo”. De tantas, alguna vez prestaba atención a lo que decía quien pedía dinero en el vagón y entonces con disimulo le observaba, buscando la concordancia de sus palabras, de ese quiebre de voz a punto de volverse lágrimas, con su apariencia, con su rostro, sus expresiones. En algunos casos llegaba casi a conmoverse, pero su mente rompía el instante diciendo, que buen actor es. Se recuerda unos años atrás, caminando con una amiga por el boulevard. Aquel día una niña lo jalo del brazo para susurrarle rápidamente algo al oído y sin darle tiempo a nada, le dijo a la mujer que él le regalaba una rosa, pero a pesar de la hábil treta de la niña este no accedió a comprar la flor, tras lo cual la niña cambio su rostro angelical por el de alguien de más edad y partió en búsqueda de algún otro incauto. Que buena actriz fue.

Por años Pablo trabajo en el Mercado Municipal como carretillero y completaba el resto de los días de la semana haciendo algún trabajo extra, hasta que no pudo hacer más trabajos forzados por una fractura en su pierna que ahora lo obligaba a caminar cojeando. Después de eso trabajo unos meses atendiendo un puesto de verduras en el Mercado, hasta que encontró trabajo en una Compañía de vigilancia por un bajo sueldo menos falsas deducciones. Ante tal panorama, pensó soportar por un tiempo la situación, hasta que pudiera conseguir otro empleo, a la vez que trataba de ayudarse vendiendo algún producto detallado en su casa, que al menos le permitiera hacer el pasaje para ir a trabajar. En las meriendas de su hija Alba, ya ni pensaba, hace mucho se habían convertido en cosa del pasado. Con un sueldo que daba escasamente para comprar un poco de comida, solo le podía garantizar el desayuno a media mañana y la cena al atardecer, mientras él se conformaba con la cuarta parte de la vianda del almuerzo para el desayuno y el resto para almorzar. A mitad de quincena la situación se tornaba más a gris de tempestad, por más que trataba de rendir la comida esta no le alcanzaba; cómo estiras lo que no hay, cómo das lo que no tienes, cómo asimilas que antes de que te des cuenta de ello no tienes trabajo de nuevo. 

Escucho tantas veces decir “pena da robar”, en tono amenazante mientras iba en el autobús, esas veces en que algún hombre mal encarado se subía a confesarse recién salido de alguna cárcel, pero completamente recuperado y arrepentido, y que al pasar por los asientos nadie dejaba de darle dinero por el temor que infundía. “Pena da robar” son las palabras en las que piensa ahora Pablo mientras ve a su hija comer un trozo de pan, no siente hambre, aunque no ha comido nada, su cerebro parece haber olvidado enviar el mensaje. 

Por un tiempo Pablo barrio el frente de algunos locales comerciales, no era mucho lo que recibía, pero mejor algo que nada. Con el dinero que cobraba trataba de salirle al paso al día con algo para comer y compraba un poco de café y azúcar detallados para preparar café y venderlo en la calle con un termo prestado. Los encargados de los locales, uno a uno, han dejado de pedirle que sigan barriendo, prefieren dejar el frente sin limpiar o presionar a los empleados para que lo hagan. Solo le queda el termo de café prestado, que por sí solo no da para mucho. En la esquina vendiendo café observa a un hombre hurgar la basura, las personas ya no botan nada que pueda servir, qué cosa podría aprovechar, se pregunta. Haría cualquier cosa, menos robar.

Alba llora recostada en el colchón, el hambre no la deja dormir, su Padre llora en silencio, la angustia no lo deja dormir. De nuevo se siente juez absoluto, se culpa por haber llegado a esa situación, no entiende como llego a vivir con su hija en esa miseria, no ve cómo salir de ella.

Son las 5:30 am, Pablo abre la llave del agua para llenar un tobo, hoy al menos agua hay. Levanta a Alba para que se bañe antes de salir, le recuerda usar el trozo de paño para estregar bien su cuerpo, jabón hace mucho que no lo puede comprar. Toma a Alba de la mano y caminan por su calle, el sol comienza a salir, apuran el paso tratando de llegar rápido al subterráneo. Mientras viajan en el vagón, Pablo le hace cosquillas para hacerla reír, para que su rostro no pierda la luz de una sonrisa, para que a sus labios no se le olviden de sonreír.

Alba obediente se queda a un lado del semáforo, la luz cambia a rojo, los carros se detienen y su Padre comienza a caminar cojeando entre ellos y antes que cambie la luz de nuevo regresa, mientras hace la señal de costumbre por la primera limosna del día. 

Antes haría cualquier cosa, menos robar.

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